Así fue como David venció al filisteo: con una honda y una piedra. – 1 Samuel 17:50 (17:40-51)
Los niños aprenden y recuerdan con lujo de detalles esta historia: el gigante enorme, acorazado y armado, brabucón incansable, burlón y arrogantemente vanidoso; David jovencito, armado con una honda casera y cinco piedras recién juntadas en el arroyo. Lo cierto es que David no pensó en lo desparejo de la situación sino que, antes bien, comparó al gigante con la fuerza de Dios, y las armas del gigante con las armas de Dios. Su victoria estaba asegurada ya antes de ir a la batalla.
Jesús enfrentó al gigante del pecado y de la muerte con el arma de la cruz. A simple vista, la confrontación del poder del mal con dos palos atravesados parece ridícula. Pero Jesús, al igual que David, midió la fuerza y las armas de Dios, y con ellas fue a la batalla. Cuando lo vieron colgando “impotente” en la cruz, y cuando lo colocaron inerte en la tumba fría, sus seguidores pensaron que había perdido la batalla. Sin embargo, a pesar de su coraza, el pecado no pudo evitar ser herido de muerte por la sangre preciosa de Cristo. Cuando el Señor resucitó, se paró encima de la muerte y la remató, y en todo el mundo se supo del Dios de Israel.
Jesús es nuestro campeón. Él comparte con nosotros su victoria. Todavía tiene muchas piedras en su morral para herir de muerte a nuestros enemigos. Siempre habrá gigantes brabucones que nos asusten con sus amenazas y con su figura acorazada, y enemigos que se burlen de nuestro Dios y de su gracia. ¿Cómo los enfrentaremos? Contando con la fuerza y las armas de Dios: la cruz y la tumba vacía.
Gracias, Padre, porque no hay gigante que Jesús no pueda vencer. En él y por él, nosotros también cantamos victoria. Amén.
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